Sentirse intocable es una ilusión. Quizá una de las más peligrosas. Es esa sensación de que eres invulnerable, de que nada puede tocarte ni romper el momento. Alegría, emoción, entusiasmo, adrenalina. Mariposas en el estomago. Todas esas cosas pueden hacerte sentir intocable, invencible, por un momento.
A veces, son muchas cosas a la vez las que nos hacen sentir que el mundo se nos queda pequeño, que no hay nada que no se pueda hacer. Y es solo una ilusión, un espejismo. Algún tipo de magia que nos hechiza con una bendita ceguera temporal que convierte el miedo, las dudas y la adversidad en peligros relativos, sombras vagas que creemos fáciles de iluminar.
Unas notas de piano, un montadito de dulce de leche, unos versos, un beso suave, una película, una mirada que quiere leer el alma, una caricia en la mejilla que se escapa sin quererlo, promesas que nadie hace, semáforos en rojo que mantienen la moto parada, secretos a voces, tréboles de cuatro hojas.
Esas son algunas cosas que pueden hacer que te sientas, contra toda lógica, invencible. Como cuando haces ocho mezclas faro perfectas. Como Aquiles sin su talón. Como los versos de William Ernest Henley. Como el lobo que aúlla a la Luna Llena, como velero que navega con buen viento en un mar de espejo, como el ladrón que nunca ha sido capturado, como ese pequeño pueblo de Armórica que resiste todavía y siempre al invasor. Irreductible.
Y no es sino la sombra de una ilusión. La invidencia voluntaria de quien se embarca en alguna loca aventura sobre la que todos le advierten. Hasta la propia experiencia. El propio instinto grita, advirtiendo el peligro. Porque cuando más intocable te sientes, más vulnerable te vuelves.
Pero nadie dijo que vivir significara sentirse seguro e intocable para siempre. A veces, con unos pocos momentos basta.