Hoy es un día especial. No se nota en el tiempo, no se huele en el aire. La inmensa mayoría de la creación no lo sabe. En realidad, sólo es especial para unos pocos. Para mi también. Hace hoy veinticinco años (se dice pronto), dos personas se dieron un “sí” que encerraba, en los dos segundos que tarda el corazón en sentirlo y los labios en pronunciarlo, un sinfín de promesas, de retos, de esfuerzos, alegrías, sinsabores, orgullos y decepciones. No me andaré con elipsis el día de hoy: hace veinticinco años, mis padres, Juanma y Matilde, quisieron cambiar su vida y su historia.
En realidad, nada ha cambiado desde ayer cuando aún eran sólo veinticuatro años y trescientos cincuenta y pico días. El mérito no es mayor, la aventura no es más apasionante de lo que ya era. Ni más de agradecer ni de admirar de lo que fue siempre. Pero son veinticinco años, y el ser humano necesita de símbolos, de fechas que le recuerden un momento de su vida que lo cambió todo.
En realidad, supongo que todo cambió mucho antes, que los caminos de estas dos bellísimas personas que son mis padres se unieron tiempo atrás. Pero el 26 de Septiembre de 1987 supuso una confirmación, el culmen de una ilusión, el pistoletazo de salida a toda una nueva vida. Pero claro, yo sólo puedo suponerlo. Porque yo no estaba allí.
Tampoco tardé mucho. Las fechas revelan que antes de que se cumpliese un año, yo, el Burgués que escribe estas letras, ya estaba dando guerra por los pasillos de aquel hogar de la calle Bélgica. Después vino Enrique, y luego Jorge. Y Carlos, y Javier, y María. Es increíble... Veinticinco años de quererse, y de querernos a nosotros, sus hijos.
Para mi es un misterio. Porque aunque soy joven, puedo llegar a vislumbrar que la vida es difícil, que el camino es duro y lleno de baches, que el corazón flaquea muchas veces, que no es suficiente con el sentimiento, y que en veinticinco años, da tiempo a querer tirar la toalla muchas veces. Y ahí está el misterio. La magia. Mis padres nunca se han rendido. Quizá sea el trabajo en equipo: que uno apriete los dientes y empuje fuerte cuando el otro parece flaquear. Que a veces se sepa dejar el orgullo al lado cuando está en juego algo más importante y más grande que uno mismo. Y por misterioso, por sorprendente, y por hermoso, yo como hijo no puedo estar más asombrado, maravillado y agradecido.
Porque... que dificil debe ser contemplar la vida desde una montaña de veinticinco años de distancia. Recordar y ver cómo ha cambiado todo. Cómo hay cosas que no salieron como se planeaban. Que los hijos, nosotros, crecemos, y luchamos por dejar de ser niños. A veces nos faltan ojos para ver que ellos no pueden dejar de vernos como sus niños. Y que así debe de ser. Porque lo somos y lo seguiremos siendo siempre, en algún lugar recóndito de cada uno de nosotros seis.
Y con que ganas, con que anhelo queremos todos nosotros, los seis (aunque ellos no lo sepan a veces) que se sientan orgullosos de nosotros. Que nos miren y sonrían con aprobación. Que sientan que todo ha merecido la pena. Que somos lo mejor que podemos ser. Que les admiramos. Que sabemos que nada de esto hubiera sido posible sin ellos. Que les queremos.
Por estos veinticinco años, por las penas, por el esfuerzo, por los sacrificios, por la lucha... por las alegrías, por los consejos, por enseñarnos, por perdonarnos, por escucharnos, por regañarnos, por castigarnos, por consentirnos, por intentar comprendernos, por conseguirlo... por querer seguir en la brecha. Por querernos. Por todo. Muchas gracias, papá y mamá. Felices veinticinco años de esta familia que vosotros habéis construido. Os quiero.