miércoles, 24 de abril de 2013

Primer Acto: liberación.

Hace unos días que mi mente rumia una historia. Una muy particular. No es ninguna gran historia, de grandes hazañas ni de finales felices. Ni siquiera es una historia mía. Es una historia en tres actos que fui siguiendo durante unos meses, y que hoy quiero intentar traducir con mis palabras. Aquí va:

"Era el fin. El ataque había cogido desprevenidos a los habitantes de aquella ciudad. Se oían gritos por todas partes, tras el chocar de los aceros. Alaridos que pedían piedad y que eran súbitamente arrancados de las mismas gargantas que lo imploraban.

Ella, junto con un puñado de los de su misma condición -ancianos, mujeres y niños-, se hacía un ovillo contra la pared, mareada, con el sabor del miedo inundando su boca y su cuerpo. Trataba de proteger su magullado y delicado cuerpo de los golpes que caían sobre todos ellos. Pero era en vano. La sangre goteaba de sus labios. El griterío se acercaba, y el amo conocía cual sería su final. Allí estaba él, de pie y con una espada en la mano, con sus ropas manchadas con la sangre de los que le habían defendido y de los esclavos que golpeaba, enfermo de impotencia. Le flanqueaban dos soldados que se ensañaban también con los pocos siervos que quedaban, heridos y harapientos.

 El amo sabía que el fin estaba cerca. Sus defensas habían caído, sus tropas se dispersaban. Los atacantes se apoderaban de su casa y rapiñaban sus riquezas como botín de guerra. Pero su impotencia, lejos de la rendición, se traducía en crueldad espoleada por el final que sabía próximo. Sí... si él caía, al menos nadie rescataría a los prisioneros. Ellos le acompañarían a la otra vida, fuera cual fuera. Hizo una señal a uno de sus hombres, y este clavó sin dudarlo su espada en el pecho de uno de los indefensos esclavos. Uno con nombre, con historia. Una que había llegado a su final.

Ella no pudo evitar un grito de horror al sentir como la sangre fluía del hombre que tenía al lado, empapando su andrajoso vestido. El grito atrajo la atención del amo, que clavó sus ojos inyectados en sangre en los de ella, claros y cristalinos, azul claro con matices de verde. Se acercó, como poseído,  los dientes rechinando y la espada en alto. Ella trató de apretarse aun más junto a la pared, tratando de alejarse inutilmente del filo que se acercaba a su garganta. Fue entonces cuando supo que iba a morir. Que todo se acababa. Cerró los ojos. Apretó los labios. Y esperó el golpe.

Pero este no llegó. Cuando volvió a abrir los ojos, su verdugo yacía muerto, con los ojos abiertos y vacíos de vida. Uno de los soldados cayó también inerte encima del primer cuerpo. Ella buscó con la mirada, confusa, con el corazón latiendo desbocado en el pecho. Y entonces lo vio. El soldado que quedaba atacaba a la desesperada, gritando furioso. Y parando sus golpes, estaba él. Un hombre de mirada acerada y fiera. Su cuerpo fornido mostraba una cicatriz en el pecho. Sus brazos fuertes empuñaban en sus manos sendas espadas. Y en perfecta armonía y mortal velocidad, esquivaba y detenía los tajos del soldado que quedaba. Tras esquivar un golpe directo a su garganta, el recién llegado cargó contra el soldado, haciéndolo perder el equilibrio. Este cayó hacia atrás, con la boca abierta y los ojos rebosando miedo. Y el recién llegado, sin detenerse y con un potente grito, movió sus dos hojas a la vez, aniquilando al último de los verdugos. 

Ella noto como la sangre le salpicaba de nuevo, pero sus ojos no podían apartarse del recién llegado, que se mantenía de pie, con ambas espadas bajas, cortas, melladas y sin brillo tras la lucha. El hombre respiraba con vigor. Sus ojos fieros se posaron sobre los prisioneros que lo miraban asombrados, confusos, dudando de cual sería su destino. ¿Sería su salvador un verdugo más con una apariencia distinta?

El hombre no dijo nada. Limpió sus armas en la ropa de uno de los soldados y las envainó en su espalda. Después miró a los hombres y mujeres que, atemorizados, se agolpaban unos a otros contra la pared.

- No temáis -dijo luego con voz firme y grave- no os haré daño. la ciudad es nuestra. Sois libres.

Tras estas únicas palabras, sus ojos se posaron por accidente en los de ella. Solo fue un segundo. Después, se dio la vuelta lentamente y salió de la estancia, con sus espadas ceñidas en su espalda y sus brazos balanceándose con cadencia a su paso. Ella lo miró marcharse. Pensó que era un héroe. Un ángel bajado del cielo que respondía a sus plegarias. Pensó que era a la vez lo más terrible y lo más hermoso que jamás había visto.

Afuera, el griterío de la batalla era sustituido por exclamaciones de victoria. Cesó el chocar de las espadas. Los fuegos empezaron a apagarse. Ella ayudó a los que la acompañaban a ponerse en pie, y todos salieron de aquel horrible lugar, alejándose de la muerte y del olor a sangre.

Eran libres."

lunes, 22 de abril de 2013

Melancolía

Decía Victor Hugo que "la melancolía es la felicidad que se encuentra al estar triste". Lo leí hace muchos años, cuando trataba de encontrar la explicación a mis síntomas. Ya sabéis, los dieciseis años, el primer flechazo, las primeras cartas en las que uno tan irresponsablemente se desnuda. Los primeros cabezazos contra la pared. Todo muy a flor de piel.

Y durante todos estos años, esa definición de Victor Hugo fue la mía propia. La adopté, y cada vez que sentí ese vacío insondable en el estómago, cada vez que sentía que los minutos se hacían eternos y todo era gris a pesar del brillante sol, me forzaba a recordar las palabras del autor francés. Porque sabía, ya entonces, que la melancolía es una prisión en la que no hay que dejarse atrapar. 

Anoche, sin embargo, tantos años después y tras alguna que otra batalla en mi todavía corta vida, encontré una forma mejor de definir la melancolía. Quizá no más acertada. Tal vez no tan ortodoxa y real como la que aprendí de Victor Hugo. Pero...

Tal vez porque estaba melancólico. Quizá simplemente por ser anoche, por tener estas cosas mías, por ser yo quien soy hoy en día (con mis incoherencias, mis idas y mis venidas) este soneto me gustó mucho más.

"Leyendo un libro, un día, de repente,
hallé un ejemplo de melancolía:
Un hombre que callaba y sonreía,
muriéndose de sed junto a una fuente.

Puede ser que, mirando la corriente,
su sed fuera más triste todavía;
aunque acaso aquel hombre no bebía
por no enturbiar el agua transparente.

Y no sé más. No sé si fue un castigo,
y no recuerdo su final tampoco
aunque quizás lo aprenderé contigo;

yo, enamorado, soñador loco,
que me muero de sed y no lo digo,
que estoy junto a la fuente y no la toco."


Soneto con sed, Jose Ángel Buesa

viernes, 19 de abril de 2013

Prohibido

El hombre, apresuradamente, entró en el taxi. Dio la dirección y se dejó caer en el asiento. Tras unos minutos con la mirada perdida en lo que la ventanilla le ofrecía, sintió aquella imperiosa necesidad. Un deseo profundo, intenso. Vio como el conductor lo miraba a través del retrovisor, y entonces titubeó.

- Disculpe... ¿puedo fumar? - preguntó con un hilo de voz.

El conductor negó con la cabeza. No, está prohibido, respondió mirando de nuevo a través del retrovisor. El pasajero se quedó algo estupefacto, y mirando los ceniceros que había en ambas puertas del taxi, preguntó, confundido:

- Pero... entonces... ¿para qué están los ceniceros?

El conductor lo miró una vez más y volvió a fijar su mirada en el ir y venir de coches que tenía delante, contestando:

- Para los que no preguntan.

miércoles, 17 de abril de 2013

Más que paellas y membrillos

Creo que el primer recuerdo que tengo de ella son sus manos, tan llamativas para cualquier niño pequeño. Su andar menudo y presuroso, de aquí para allá. Ella, como si nada dentro de la antigua piscina pequeña. Yo sentía una extraña fascinación ante aquello, porque para mi aquel agua estaba congelada. Recuerdo como se reía cada vez que aparecíamos mis hermanos y yo por la puerta, y nos besaba a todos con sus mil besos en uno.

Cuando yo era un poco más pequeño que ahora, la abuela Encarna era un especie de super mujer, bajita y con un genio tremendo. En su pequeña y querida casa no éramos niños, sino “chinines”. Teníamos que tener cuidado para no “lisiarnos”. Sus paellas con alcachofa de los sábados eran parte del equilibrio natural de las cosas: nos veía aparecer y me dejaba probar el caldo. Yo siempre decía “un poco más de sal, abuela”. Y ella echaba un puñado más. Cada sábado, ella hacía un poco de magia: un conejo aparecía en su pequeña terraza. Jugábamos con él, mis hermanos y yo, y después de un breve paseo por la Glorieta, el conejo... había desaparecido.

Recuerdo ahora el sabor del membrillo que nos preparaba en verano y que jamás volví a probar. Recuerdo como se sentaba en su sillón y con paciencia veía en la tele lo que nosotros queríamos, hasta que nuestra película acababa y nosotros nos desperdigábamos, ahuyentados por la melodía del “Cine de Barrio”. Y ella sonreía, y cuando alguna vez me quedaba más de lo normal en aquella habitación, podía escucharla hablar de aquellos actores y actrices. No lo entendía entonces, pero aquellos momentos ella buceaba a su manera en sus recuerdos, en su juventud.

No recuerdo haberla visto llorar nunca antes de la muerte del abuelo, pero aquel día la vi llorar mucho. Creo que sus lagrimas me tocaron algo por dentro, y por eso cuando empezó a venirse a Cullera con nosotros, intenté estar más cerca de ella. Escucharla buscar entre los recuerdos. Y me hablaba de esto y de aquello. De sus hijos, con orgullo. Del abuelo. Me preguntaba por mi. “No festees” me decía “aplícate en los estudios”. Por que para ella, yo siempre iba al colegio, hasta cuando iba a la Universidad. Y cuando hace ya seis años empecé a hacerle magia, ella reía y me decía que ya podía yo medrar con mis juegos de manos. Creo que fue entonces cuando empecé a decirle: “Abuela, ¡estas más alta!” cada vez que la veía. Y ella siempre se reía.

Una vez, no hace mucho, escribí que la abuela Encarna era una abuela de manual. Mis padres acababan de cumplir 25 años de casados, y ella estaba ahí sentada en la Iglesia de San Juan del Hospital de Valencia. Tia Mari le decía “mira, Juanmita habla de ti” y ella se reía. Y si, yo estaba convencido de que era una abuela de manual, porque la tenía allí enfrente. A ella y a la abuelita. Hoy, algunos meses después, mis hermanos, mi primo y yo, estamos huérfanos de abuela. Y sólo ahora empezaremos a entender mejor que significaba tenerlas en nuestras vidas. Sólo ahora entenderemos que la vida sin la abuela Encarna ya no será la misma. Sólo ahora echaremos de menos mucho más que sus dotes culinarias, su empecinada energía, su bendita cabezonería y su forma única de querernos a todos. Estoy seguro de que ahora, más claramente incluso, la abuela me escucha y se ríe, con esa risa que tanto me gustaba oír en ella. Más que cualquier paella. Más que cualquier membrillo.

Será imposible no recordarte en cada paseo por la Glorieta. En las calles de Segorbe y en cada lugar que nos juntemos. En Navidad o en verano, en Cullera o en Valencia. Siempre recordaremos a nuestra pequeña, cabezota y queridísima abuela Encarna.