viernes, 7 de diciembre de 2012

Ungodly hour

Hasta releyendo cosas que escribí no hace tanto, me doy cuenta de que he cambiado. No se si será normal echar tanto de menos cosas de mi antiguo yo. Cosas que tenía y cosas que era. Recuerdo esos desesperados esfuerzos por volcar en unas líneas las cosas que me atenazaban por dentro, en un estúpido y juvenil intento de desahogarme sangrando letras que muy pocos pudieran entender. En realidad, muchas veces escribía para una sola persona. Que otros pasaran por allí accidentalmente y leyeran mis delirios era un efecto colateral en el que no no pensaba demasiado. Hasta tenía un seudónimo.

Pienso esto no tras leer aquellas líneas del pasado. No. Ni siquiera eso. Parece ser que no me atrevo. Parece que algo dentro de mí me advierte que lo pasaré mal si lo hago. Que empezaré a preguntarme cosas que no debería. A darle vueltas y más vueltas. Que sería algo así como una mezcla explosiva... como acercar fuego al gas; como juntar a un nombre con una canción y un recuerdo. 

A veces fantaseo con la idea de un viaje al pasado, de un encuentro imposible. Encontrarme con mi yo de hace dos o tres años. Tan sólo durante una hora. Mi yo del pasado no podría encontrarme. Ni siquiera sabría que esta locura está pasando. No, mi yo del pasado estaría viviendo su vida, caminando por la calle con la música puesta, ajeno todo. Pero yo si sabría donde encontrarle. Dónde encontrarme. No tardaría nada. En un viaje al pasado, tendría que coger la Línea 1 del metro. Puede que hasta el cerebro me jugara una mala pasada y me sorprendiera a mi mismo haciendo todo el recorrido y saliendo en la parada correcta sin pensarlo, sin saber cómo he llegado hasta allí.

Y me encontraría tras andar siete minutos en línea recta, torciendo al final un poco a la izquierda. Depende del día, seguro que me encontraría leyendo sentado en un escalón. En medio de alguna interminable e incierta espera. Dios, creo que sería duro. De pronto me sentiría mayor. Y alguna que otra cosa más.

Dudaría sobre si acercarme o no. De hacerlo, no creo que hiciera falta dar demasiadas explicaciones, porque mi yo del pasado era mucho más soñador que yo. Nos reconoceríamos, nos miraríamos con curiosidad. Supongo que mi yo del pasado me miraría con muchísima más curiosidad. Supongo que me preguntaría. ¿Qué ha pasado?¿Cómo es todo dentro de dos o tres años?

Y yo tendría que apretar los dientes. Y pasaría de todas esas paradojas temporales de la ciencia ficción, y le contaría a mi yo del pasado que al final era cierto eso que decían de la vida. Que te da un par de vueltas. Que la acabas cagando justo cuando menos tenías que cagarla, y lo haces de la forma que en ese momento crees más acertada. Que si, que en dos o tres años te da tiempo a sentirte feliz muchas veces. Es cierto. También a llevarte un par de grandes decepciones. Le contaría que ahora vive sólo, emancipado. Que en muchos sentidos, es un tipo con mucha suerte.

Pero supongo que mi yo del pasado no querría saber nada de eso. A mi yo del pasado no le interesaban los finales de los libros. A mi yo del pasado le apasionaba leerlos. Pero aun así, me miraría con impaciencia y me preguntaría por un nombre. Y yo... no sabría como explicarme. Ni mi yo del pasado del pasado ni yo somos violentos. Pero apuesto a que mi yo del pasado me daría un puñetazo. Y me recordaría, apretando los dientes, que lleva un par de horas esperando allí. Que hace frío. Y que no le gusta pasar frío. ¿Y todo para qué? Y yo le miraría -me miraría- y diría: "eres un gilipollas". Y mi yo del pasado se encogería de hombros y me diría algo así como: "dime algo que no sepa...". Y es cierto, porque eso lo llevo sabiendo ya algunos años. 

Harold MacMillan, político inglés, dijo una vez: "Deberíamos usar el pasado como trampolín y no como sofá"   Lo creo a pies juntillas. Pero últimamente, me cuesta horrores ponerlo en práctica.

Así que hoy me voy a pasar la tarde en el pasado. Al menos, un par de horas. Y con un libro. Dudo que me encuentre con mi yo del pasado. Pero si lo hago, intentaré contarle también las cosas buenas. Que nuestros padres están orgullosos. Que nuestros hermanos están más cerca que nunca. Que conservamos los mismos grandes amigos. Que aun nos gusta Mark Knopfler a rabiar. Y que seguimos luchando día a día por hacerlo lo mejor posible. Que nos caemos, pero que siempre nos levantamos. Y que ahí esta la clave.

martes, 20 de noviembre de 2012

Memoria

Lo reconozco: soy un tipo nostálgico. Los recuerdos son una especie de gran velamen en mi nave, una que tan pronto da un impulso de más, tan pronto entorpece el avance. Un aparejo que el Capitán debería mandar arreglar de alguna forma. Cortando trapo, tal vez. Porque la idea de quitarlo entero me parece imposible. Pero sí, el caso es que los recuerdos a veces influyen demasiado en mi rumbo. Se encarnan en canciones, en imagenes fugaces y... bueno. Me tuercen el día. A veces, claro. Otras, me lo arreglan.

Creo que, gracias a Dios, no tengo demasiados malos recuerdos, y los que tengo, son como una cicatriz que me impiden olvidar que yo me lo busqué. Y sin embargo, son los buenos los que muchas veces vienen a hacerme una visita y se acaban clavando en algún rincón del alma, que durante unos momentos, me hace apretar los dientes 

Supongo que desde hace un tiempo me siento como que el camino va cuesta arriba. Que todo es un poco más difícil de lo que parecía. Y que los recuerdos de momentos mejores aparecen de debajo de las piedras: en canciones que suenan, en imágenes que te emboscan a traición. Y le doy muchas vueltas. Menos que antes, tal vez. No estoy seguro. Intuyo que estas cosas no me paralizan tanto como hace algunos años. Supongo que será cosa de la experiencia, de que los errores se acumulen, y de que los aciertos hayan ido limpiando un poco el camino. 

Pero de verdad, hay momentos en que vuelvo a caer en lo mismo de siempre. En esta sensación de inabarcable nostalgia, de incertidumbre profunda. Y por aquello de la experiencia, porque ya me he la he dado demasiadas veces contra la misma piedra, creo que he aprendido que no hay otro remedio que ese: apretar los dientes. Tirar de los cabos, tratar de redirigir el velamen y escapar de la tormenta. Aguantar el tirón. Hasta que se pase.


¿Sabéis que todos los marineros tenían sus supersticiones?¿Sus objetos de la suerte? Objetos a los que se aferraban en los momentos de necesidad. Inservibles, seguro. Pero apretarlos contra sí les daba una extraña fuerza, nacida quizá de la desesperación. Yo no es que tenga nada parecido, pero en estos momentos no dejo de pensar en una vieja leyenda extranjera que me contaron no hace mucho. "Todos los viajeros, al pasar por aquí, tocan esta estatua y piden un deseo". Y claro, yo también lo hice, con una sonrisa divertida. ¿Por qué no? Y pasé mi mano allá por donde el metal brillaba más, por la cantidad de manos que se habían detenido allí a desear sin reservas. ¿Veis? Recuerdos. Apretar los dientes. Y aguantar.

Y en esto que hace unos minutos leo el blog de otro caminante de la Calle Melancolía (un profesor y un amigo) y una frase alumbra en la oscuridad y me tranquiliza:

"Todo aquello que no recuerdo es mucho más importante que las cuatro cosas que retengo en la memoria."

Parece que el viento ya se va calmando. Parece que ya pasa la tormenta. 



martes, 2 de octubre de 2012

Mi camino


J.R.R. Tolkien escribió una vez: 

“- Si doy un paso más, será lo mas lejos que he estado de mi hogar en mi vida.
- Vamos Sam... Recuerda lo que Bilbo solía decir: “Es peligroso, Frodo, cruzar tu puerta. Pones tu pié en el camino y si no cuidas tus pasos, nunca sabes a donde te pueden llevar...”

Y yo, el Burgués, digo hoy:

“Allá voy...”


miércoles, 26 de septiembre de 2012

Gracias.

Hoy es un día especial. No se nota en el tiempo, no se huele en el aire. La inmensa mayoría de la creación no lo sabe. En realidad, sólo es especial para unos pocos. Para mi también. Hace hoy veinticinco años (se dice pronto), dos personas se dieron un “sí” que encerraba, en los dos segundos que tarda el corazón en sentirlo y los labios en pronunciarlo, un sinfín de promesas, de retos, de esfuerzos, alegrías, sinsabores, orgullos y decepciones. No me andaré con elipsis el día de hoy: hace veinticinco años, mis padres, Juanma y Matilde, quisieron cambiar su vida y su historia.

En realidad, nada ha cambiado desde ayer cuando aún eran sólo veinticuatro años y trescientos cincuenta y pico días. El mérito no es mayor, la aventura no es más apasionante de lo que ya era. Ni más de agradecer ni de admirar de lo que fue siempre. Pero son veinticinco años, y el ser humano necesita de símbolos, de fechas que le recuerden un momento de su vida que lo cambió todo.

En realidad, supongo que todo cambió mucho antes, que los caminos de estas dos bellísimas personas que son mis padres se unieron tiempo atrás. Pero el 26 de Septiembre de 1987 supuso una confirmación, el culmen de una ilusión, el pistoletazo de salida a toda una nueva vida. Pero claro, yo sólo puedo suponerlo. Porque yo no estaba allí.

Tampoco tardé mucho. Las fechas revelan que antes de que se cumpliese un año, yo, el Burgués que escribe estas letras, ya estaba dando guerra por los pasillos de aquel hogar de la calle Bélgica. Después vino Enrique, y luego Jorge. Y Carlos, y Javier, y María. Es increíble... Veinticinco años de quererse, y de querernos a nosotros, sus hijos.

Para mi es un misterio. Porque aunque soy joven, puedo llegar a vislumbrar que la vida es difícil, que el camino es duro y lleno de baches, que el corazón flaquea muchas veces, que no es suficiente con el sentimiento, y que en veinticinco años, da tiempo a querer tirar la toalla muchas veces. Y ahí está el misterio. La magia. Mis padres nunca se han rendido. Quizá sea el trabajo en equipo: que uno apriete los dientes y empuje fuerte cuando el otro parece flaquear. Que a veces se sepa dejar el orgullo al lado cuando está en juego algo más importante y más grande que uno mismo. Y por misterioso, por sorprendente, y por hermoso, yo como hijo no puedo estar más asombrado, maravillado y agradecido.

Porque... que dificil debe ser contemplar la vida desde una montaña de veinticinco años de distancia. Recordar y ver cómo ha cambiado todo. Cómo hay cosas que no salieron como se planeaban. Que los hijos, nosotros, crecemos, y luchamos por dejar de ser niños. A veces nos faltan ojos para ver que ellos no pueden dejar de vernos como sus niños. Y que así debe de ser. Porque lo somos y lo seguiremos siendo siempre, en algún lugar recóndito de cada uno de nosotros seis.

Y con que ganas, con que anhelo queremos todos nosotros, los seis (aunque ellos no lo sepan a veces) que se sientan orgullosos de nosotros. Que nos miren y sonrían con aprobación. Que sientan que todo ha merecido la pena. Que somos lo mejor que podemos ser. Que les admiramos. Que sabemos que nada de esto hubiera sido posible sin ellos. Que les queremos.

Por estos veinticinco años, por las penas, por el esfuerzo, por los sacrificios, por la lucha... por las alegrías, por los consejos, por enseñarnos, por perdonarnos, por escucharnos, por regañarnos, por castigarnos, por consentirnos, por intentar comprendernos, por conseguirlo... por querer seguir en la brecha. Por querernos. Por todo. Muchas gracias, papá y mamá. Felices veinticinco años de esta familia que vosotros habéis construido. Os quiero.

domingo, 23 de septiembre de 2012

No, gracias.


¿Y qué tengo que hacer?
¿Buscarme un valedor poderoso, un buen amo,
y al igual que la hiedra, que se enrosca en un ramo 
buscando en casa ajena protección y refuerzo,
trepar con artimañas en vez de con esfuerzo?
No, gracias.

¿Ser esclavo, como tantos lo son, 
de algún hombre importante?¿Servirle de bufón
con la vil pretensión de que algún verso mío
dibuje una sonrisa en su rostro sombrío?
No, gracias.

¿O tragarme cada mañana un sapo,
llevar el pecho hundido, la ropa hecha un harapo
de tanto arrodillarme con aire servicial?
¿Sobrevivir a expensas de mi espina dorsal?
No, gracias.

¿Ser como esos malditos que veis a Dios rogando
-oh, hipócritas malditos- y el mazo dando?
¿Y que, con la esperanza de alguna sinecura,
atufan con incienso a quien se les procura?
No, gracias.

¿Arrastrarme de salón en salón
hasta verme perdido en mi propia ambición?
¿Navegar con remos hechos de madrigales
y, por viento, los suspiros de doncellas banales?
No, gracias.

¿Publicar poniendo yo el dinero
de mi propio bolsillo?
Muchas gracias, no quiero.

¿Hacerme nombrar Papa en esas chirigotas
que en los cafés celebran, reunidos, los idiotas?
No, gracias.

¿Desvivirme para forjarme un nombre
que tenga el endiosado lo que no tiene de hombre?
No, gracias.

¿Afiliarme a un club de marionetas?
¿Querer a toda costa salir en las gacetas
y decirme a mi mismo: no hay nada que me importe
mientras que mi ingenio se cotice en la Corte?
No, Gracias.

¿Ser miedoso?¿Calculador?¿Cobarde?
¿Tener con mil visitas ocupada la tarde?
¿Utilizar mi pluma para escribir falacias?
No gracias, compañero. La respuesta es: no, gracias.

Cantar, soñar en cambio.
Estar solo, ser libre.
Que mis ojos destellen y mi garganta vibre.

Ponerme si lo quiero el sombrero del revés.
Batirme por capricho o hacer un entremés.
Trabajar sin afán de gloria ni fortuna...
Imaginar que marcho a conquistar la Luna.
No escribir nunca nada que no rime conmigo
y decirme modesto.

Ah, mi pequeño amigo,
que te basten las flores, las frutas y las hojas,
siempre que en tu jardín sea donde las recojas.

Y si por suerte un día logras la gloria así,
no habrás de darle al César lo que él no te dio a ti.

Que a tu mérito debas tu ventura, no a medra,
y en resumen, haciendo lo que no hace la hiedra,
aun cuando te faltare la robustez del roble,
lo que pierdas de grande, no te falte de noble.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Domingo y Lunes.

Hay momentos en que crees que el día ya te ha brindado todo lo que debía brindarte. Orgulloso de tu tiempo o no, el día acaba, y toca esperar al mañana para un nuevo amanecer, un nuevo despertar, una nueva oportunidad.

Hoy, justo antes de dar por concluido mi día, un impulso involuntario ha desencadenado una pequeña cadena de sucesos que me han traído aquí, a estas líneas, casi un mes después.

Líneas que alumbran líneas, pensamientos que nutren vidas, sentimientos difíciles de catalogar. Estúpidas obviedades de la vida que te hacen pensar. Como que mientras tu vives los últimos compases de un Domingo, en otro lugar del mundo el Lunes ya es una realidad. No sólo vivimos en diferentes mundos, sino en diferentes tiempos. En diferentes planos. Hechos obvios que una noche te golpean suavemente el entendimiento, como si fuera la primera vez. 

¿Qué se siente cuando alguien que no está acostumbrado a abrir su mundo al exterior decide que hará una excepción contigo?

“¿Sabes que eres una de las personas más increíbles que he conocido en mi vida?”

¿Cómo reacciona uno ante algo así?¿Se despierta algo en su interior?¿Cambia algo?

Imaginemos que hoy me ha tocado leerlo a mi. Escrito desde un Lunes para un Domingo que languidece. Yo he sentido responsabilidad.

Pero por cosas así, una noche de Domingo y una madrugada de Lunes pueden pasar de ser corrientes a tener un destello de belleza que quizá, marque alguna diferencia.



martes, 14 de agosto de 2012

Arríen las velas.



Hay un viejo proverbio oriental que reza: “Antes de salir a cambiar el mundo, da tres vueltas por tu casa”.

Llevo mucho tiempo sin escribir. Mucho tiempo lejos. Del blog, de casa. Del descanso. Me he sentado a pensar muchas veces frente a esta pantalla, pero también he estado lejos de sacar nada en claro.

Una vuelta. Dos... tres... Y he descubierto que no puedo salir a cambiar nada. Se han torcido demasiadas cosas, se han perdido demasiadas piezas. Y necesito sentarme a reconstruir.

En pocos días cumplo 24 años. Uno más. Uno menos. Cada vez pasan más rápido. La vida se hace más frenética, los cambios te sorprenden y no se dejan analizar. Cambian las cosas, te cambian a ti, y no te dejan darte cuenta. ¿Qué te está pasando, Burgués?

Que estás fallando. Que se te ha ido de las manos. Que decepcionas, y estas decepcionado. Eso pasa. Y que le echas la culpa a los años, a las circunstancias. Pero no. Tu eres el señor de tu destino. Tu eres el capitán de tu alma. Y eres tu el que fallas como amigo. El que tropiezas como persona. Eres tu quien hace daño.

Pero tu gobiernas la nave. A ti te toca encontrar el rumbo. Basta de desafiar al oleaje, sin timón ni timonel. Arríen las velas. Timón a la vía. Echen anclas. Pararemos aquí. Hasta nueva orden. Hasta encontrar el Norte. O el Sur. 

Basta de gobernar un barco cuando no sabes adonde quieres ir.


miércoles, 4 de julio de 2012

Volar

Helen Adams Keller dijo una vez: "¿Por qué contentarnos con vivir a rastras cuando sentimos anhelos de volar?" 

Anoche, tras irme a dormir caí en un sueño reparador. Y soñé. Soñé que volaba. ¿Alguna vez os ha pasado que volais en sueños, pero solo a ras de suelo? Al principio parece que volais libres, pero pronto el suelo os atrae, y apenas podeis flotar unos centímetros por encima de el. Intentáis alzaros. Alto. Muy alto. Pero no podéis.

Mi sueño no fue así. Quise alzar el vuelo... y lo hice. Ascendí por el aire rápido, imparable, con una música que no lograba identificar acariciando mis oídos, quemándome por dentro con ansias de emoción y aventura. Como cuando era un niño.

Creo que estaba en Londres. Lo se, porque en mi alocado vuelo quise pasar cerca de London Bridge rozando temerariamente su estructura. Recuerdo que muchas personas volaban conmigo, pero yo aceleraba con una media sonrisa guasona, y los dejaba atrás. Adrenalina, velocidad, el aire en la cara. La música.

Y por supuesto, ha sido un timbre el que me ha despertado. Pero está bien. He tenido mi sueño y lo recuerdo perfectamente. No era el primero, ni será el último. No se que significará el sueño de volar para los expertos... pero tampoco me importa. ¿Para que analizarlo, cuando he podido disfrutarlo?

Y además, creo que ahora recuerdo cual era la música que sonaba. El subconsciente, haciendo de las suyas...

lunes, 2 de julio de 2012

Más de mil palabras en un millón de instantes.


Toda búsqueda de un tesoro tiene sus altibajos. La emoción de la caza. Las pistas que parecen definitivas y que llevan a un callejón sin salida. El redoblar del esfuerzo. El sentimiento de bloqueo.

Pero por fin, con una pista de más, el camino correcto. Al fin, tras cavar mucho en las playas equivocadas, con dos movimientos de la pala, se encuentra el tesoro en una playa nueva, de arena fina. Y que tesoro: un cofre lleno de palabras.

Nada es como lo esperabas. Si es que esperabas algo... Las sensaciones ante ese cofre abierto tan de par en par como un libro, se contradicen. Los secretos siguen siendo secretos. Acertijos en la oscuridad. Y al final, cierras ese cofre cargado de meses y te sientas sobre el. Como pensando... en dejarlo cerrado. O en volver a abrirlo. 

Y concluyes que nada de lo que contiene ese cofre te pertenece. No es tuyo. Solo puedes mirarlo y ser testigo de algunos de sus secretos. Y nada más.
Y yo, en el mundo real y a este lado de la pantalla, me acuerdo de mis propios secretos. De ese que escribí hace casi tres años, muy lejos de aquí, en la noche londinense. Que cosas.



jueves, 14 de junio de 2012

El Circo de las Mariposas

Debio ser una mañana de Diciembre. No recuerdo el día exacto. Pero recuerdo que me levanté temprano, y que me moría de sueño. Todo para... ir a una biblioteca. La última vez que estuve en una biblioteca. La verdad es que recuerdo muy bien aquel día. Curioso, como se quedan grabados en la memoria días enteros, y otros se desvanecen casi por completo de nuestros recuerdos. De aquel día recuerdo muchas cosas. Adonde fui con la moto con todo aquel sueño que sentía, que comí, dónde y con quién. Donde dormí la siesta. Pero quizá lo más trascendental de aquel día fue una historia. Siempre es una historia. Y esta me la regaló alguien en algún lugar de una moderna biblioteca.

Estaría de más que yo escribiera ninguna reflexión, porque creo que cada uno debe sumergirse en esta fábula bellísima y saborearla a su gusto. Yo me limito a transmitirla.



         

De esta historia, aprendí que en un mundo que se cae a pedazos, la belleza se encuentra en cualquier rincón. Que la magia se presenta de muchas formas, y con muchos rostros. Y que mientras más grande es la lucha, más glorioso es el triunfo.


martes, 12 de junio de 2012

Fe de errores

Oscar Wilde dijo una vez: "Lo único capaz de consolar a un hombre por las estupideces que hace, es el orgullo que le proporciona hacerlas"




A pointless nostalgic. That's me.

viernes, 8 de junio de 2012

Sucede que a veces...

Hay frases que encierran grandes verdades que te encuentran cuando las necesitas. Es como si se deslizasen por un laberinto de sucesos, tiempo y casualidades, conspirando para dar contigo en un momento de necesidad. O quizá encontrar una frase así es fruto de una búsqueda, de querer expresar un sentimiento o una idea con palabras de alguien que fue más sabio de lo que tu serás nunca. Seguramente, es un poco de todo.

René de Chateaubriand escribió una vez: “Nuestras ilusiones no tienen límites; probamos mil veces la amargura del cáliz y, sin embargo, volvemos a arrimar nuestros labios a su borde.”

Todos tenemos ilusiones. Ilusiones grandes. Ilusiones pequeñas. Locas, imposibles, improbables, estúpidas, irracionales. Sean como sean, las ilusiones mueven nuestra vida. La tuya. La mía. No hay vuelta de hoja. Esas ilusiones diarias: encontrarse con alguien camino al trabajo, cruzarse con esa sonrisa desconocida en el mismo semáforo, tener esa conversación casual de todos los días a la hora del almuerzo. Un día menos para el reencuentro después de muchos meses. La ilusión de algo nuevo. La de que todo puede mejorar. Ilusiones. Las hay de todos los tipos y formas. Y cada uno tiene las suyas.

Yo tengo las mías. Creo que aún tengo la suerte de poder ilusionarme a diario, y eso es una bendición. No han sido pocos los días en los que el día parecía extinguirse gris y olvidable, cuando los últimos compases del reloj me sorprendían con una magia inesperada, una explosión pequeña e inenarrable de pequeñas y grandes ilusiones. 

Y si, es cierto. Las ilusiones mueren, también todos los días. Se marchitan, se duermen. A veces, se diría que se marchan, cambiando la miel en los labios por el sabor amargo del que hablaba el amigo Chateaubriand. Pero... que os voy a contar. ¿No? 

Y aun así, que gran error sería querer dejar de arrimar los labios al cáliz de la ilusión. Que duro sería anestesiarse, vacunarse contra la magia de lo inesperado, drogarse con pastillas para no soñar. Esas ganas de borrarse de todo que aquí, el que más y el que menos, ha sufrido en las propias carnes.

En momentos así, sucede que a veces... un pequeño recuerdo puede avivar la ilusión que amenaza con extinguirse. El recuerdo de un momento, de unas palabras, o de un cuento corto, duro y bello. Como este:






Y claro, uno piensa que Chateaubriand escribió aquello porque ya había leído a otros hablar de la ilusión. Y es que Blaise Pascal escribió una vez: “El hombre tiene ilusiones como el pájaro alas. Eso es lo que lo sostiene.”

Y os puede parecer raro que sea un mago el que escriba todo esto. Pero es que es obvio: un mago, quizá más que nadie, necesita ilusionarse.


sábado, 2 de junio de 2012

Aquella botella de Varón Dandy

Cada vez que saco a la luz algunas palabras, aquí o en cualquier otro sitio, las he escrito primero en un documento de Word. Estreno uno nuevo cada año, así las experiencias, las sensaciones, los sentimientos, las reflexiones, los sinsabores... quedan plasmados y etiquetados, enmarcados en una fecha. Hoy mismo, para escribir estás lineas, he tenido que cruzar varias carpetas en mi ordenador, antes de llegar al año 2012. Cada vez que navego por ellas siento la misma sensación que debe sentir alguien que atesora su vida en viejos volúmenes ordenados en una estantería polvorienta, y que cada vez que quiere escribir algo nuevo, recorre con sus ojos y sus dedos todos los viejos libros en los que una vez escribió. Es inevitable. A la mente saltan imágenes fugaces. Párrafos que, quizá de tanto reescribirlos, quedaron grabados en la mente, en algún rincón, siempre listos para volver a la superficie. Ya son más de seis carpetas. Más de seis años.

El caso es que hoy va de recuerdos. De personas que se sientan a la misma mesa una tarde y ponen sobre la misma todo lo que compartieron. Hoy va de anécdotas, risas, lecciones. Todo desde la perspectiva nueva que otorga un “seis años después...” 

Seis años dan para mucho. Muchísimo. Un chaval puede haberse convertido en hombre. Se toman las decisiones que cincelarán a la persona que serás el resto de tu vida. Seis años cambian. O eso se diría. Pero la sensación que he tenido yo al concluir tres horas de reencuentros felices ha sido de que, en el fondo, en alguna parte recóndita del alma, todos somos los mismos. Como si no hubiera pasado un sólo día. El canalla sigue siendo canalla, el soñador sigue siendo soñador, el músico sigue creando notas que dirigirán sueños, el hermano leal sigue fiel... El profesor sigue siendo profesor. En las aulas y en la vida. 

Y no se si todos, o tal vez sólo yo, hemos recordado esta tarde aquella vieja botella de cinco litros de Varón Dandy. Una botella que aunque en realidad sólo era un folio escrito, significó tanto para muchos. Lo cierto es que las previsiones, las situaciones, los consejos que atesoraba aquella inusual botella impresa, me los he encontrado en el camino. Y en más de una ocasión en todo este tiempo, evocar el recuerdo y las palabras que conserva, tozuda, mi memoria, ha supuesto un bálsamo, una guía o una lección.

Hoy me he sentido como parte de una vieja guardia que ha sido zarandeada por los años y golpeada por la estupidez humana, pero no obstante fiel. Todavía entera, a fin de cuentas. Quizá unida por lo que realmente importa. Y ha sido una gran sensación.

Porque luego, siempre, llegan momentos en que puedes sentirte como un Cadillac Solitario, apaleado por la vida y por tus propios errores. Mirando la ciudad y sus gentes desde lo lejos, atrapado por la nostalgia. Y es en momentos como esos cuando a mi, recordar aquella vieja guardia y aquella botella de cinco litros de Varón Dandy, entre otras cosas, me ayudan a ponerme al volante. Y  volver a la carretera, a veces prometedora, a veces incierta, que es mi vida.

                        

Por si alguno ha olvidado aquellos cinco litros de palabras, consejos, emociones y vida, los rescato aquí, en sentido homenaje y prueba de agradecimiento y cariño.


martes, 29 de mayo de 2012

The Ones With The Light

Hoy es un día de balones fuera. ¿Qué significa eso? Pensaba explicarlo, pero creo que lo dejaré para otra ocasión. Una en la que no me apetezca echar balones fuera, por ejemplo.


El otro día, a la hora de comer y tras prepararme unos espagueti a la parmesana, decidí volver a ver una película que me cautivó la primera vez que la vi: Nueve Reinas, una película argentina que retrata el mundo de un par de estafadores en Buenos Aires. La película no solo me gustó por su relación con la magia (hay un par de guiños interesantes), sino porque oculta además un par de perlas sobre la vida humana que merecen la pena. La siguiente historia es una de ellas:

Un tren suburbano. Un hombre abatido que se sienta en uno de los muchos espacios vacios, sucios y forrados de acolchado granate. Recuesta su cabeza contra el cristal y cierra los ojos, tratando de evadirse del rechinar de la mecánica del viejo tren. Por los compartimentos que separan los vagones, aparece un chaval, de apenas 13 años, quizá. Reparte estampas entre los viajeros, dejándolas sobre las rodillas y pasando de largo. También pone una en la rodilla de nuestro viajero, y continua su labor por todo el vagón. 

El viajero, al sentir el contacto en su rodilla, abre los ojos y levanta la cabeza. Coge la estampa y la mira con atención: un caballero de brillante armadura y capa roja lancea, montado sobre blanco corcel, a un dragón postrado y herido de muerte. San Jorge, quizás, debe pensar nuestro protagonista. Con la mirada cansada, busca a quien ha dejado la imagen y después se lleva las manos a los bolsillos. Encuentra primero un coche de juguete, una miniatura perfecta de un descapotable clásico de color verde. Lo mira un momento y después lo coloca sobre su rodilla derecha. Después busca en otro bolsillo y extrae un billete, que deja en su rodilla izquierda. Luego espera, con la estampa en las manos.

Al rato, el chaval vuelve, recogiendo solo las estampas, pues muy poca gente se ha dignado siquiera a tocarlas o mirarlas. El chico recoge rápidamente una tras otra y al llegar a nuestro viajero, hace ademán de recoger la estampa, pero se detiene a mitad al ver el billete y el coche de juguete.

El viajero le mira a los ojos, y después mira al billete, y luego al coche de juguete. Después vuelve a mirar a los ojos del chico, como en una pregunta silenciosa. El chico, con los ojos hinchados y el semblante sucio y serio, duda unos segundos, como sopesando las opciones. Mira un par de veces el coche, y solo una el billete. Después vuelve a mirar al hombre, y acto seguido, coge el billete y se marcha. 

Apenas ha dado unos pasos cuando el hombre lo llama. Ey. El chico vuelve sobre sus pasos y mira al hombre con curiosidad. Este, con su cara cansada, esboza una sonrisa y le da al chico también el coche. Este lo siente en la mano, lo mira, y sonríe de oreja a oreja. Sus ojeras se alisan, su semblante se ilumina. Luego vuelve a mirar al hombre y le sonríe mientras reanuda su tarea. Este lo ve alejarse, y luego recuesta de nuevo su cabeza contra el cristal, cerrando sus ojos, mientras el tren prosigue su camino.

Este mundo se ha vuelto loco, y quizá no tenga remedio. Quizá la tristeza, el desaliento, la soledad y la locura humana estén a la orden del día, pero escenas como esta me recuerdan que nadie está ni tan cansado como para no poder regalar una sonrisa, ni tan mal como para no poder asombrarse con un pequeño gesto que cambie el negro signo de un día. 


                         

domingo, 20 de mayo de 2012

Tarde de domingo rara


Llevo mucho tiempo ausente, lo se. Es raro, pero a veces no encuentro un momento para pararme, dejar que las cosas se asienten en la cabeza, se filtren y permitan a las palabras darles sentido y forma. Esta tarde de domingo rara, por cosas de la vida, he encontrado esos minutos.


La verdad es que me he dejado en el tintero muchas cosas que escribir, y desde luego, encontrarán su hueco. Pero necesito más tiempo para escribirlas y dar a sus historias el brillo que se merecen.

Esta breve entrada no necesita más que una foto, una canción y unas pocas letras. Un lenguaje combinado y extraño que, para mi, esta tarde, se traduce en una sensación.

La extraña, inesperada, desconcertante y genial sensación de que puedes sentirte feliz con muy poco.



lunes, 23 de abril de 2012

Intocable

Sentirse intocable es una ilusión. Quizá una de las más peligrosas. Es esa sensación de que eres invulnerable, de que nada puede tocarte ni romper el momento. Alegría, emoción, entusiasmo, adrenalina. Mariposas en el estomago. Todas esas cosas pueden hacerte sentir intocable, invencible, por un momento.

A veces, son muchas cosas a la vez las que nos hacen sentir que el mundo se nos queda pequeño, que no hay nada que no se pueda hacer. Y es solo una ilusión, un espejismo. Algún tipo de magia que nos hechiza con una bendita ceguera temporal que convierte el miedo, las dudas y la adversidad en peligros relativos, sombras vagas que creemos fáciles de iluminar.
Unas notas de piano, un montadito de dulce de leche, unos versos, un beso suave, una película, una mirada que quiere leer el alma, una caricia en la mejilla que se escapa sin quererlo, promesas que nadie hace, semáforos en rojo que mantienen la moto parada, secretos a voces, tréboles de cuatro hojas.

Esas son algunas cosas que pueden hacer que te sientas, contra toda lógica, invencible. Como cuando haces ocho mezclas faro perfectas. Como Aquiles sin su talón. Como los versos de William Ernest Henley. Como el lobo que aúlla a la Luna Llena,  como velero que navega con buen viento en un mar de espejo, como el ladrón que nunca ha sido capturado, como ese pequeño pueblo de Armórica que resiste todavía y siempre al invasor. Irreductible. 

Y no es sino la sombra de una ilusión. La invidencia voluntaria de quien se embarca en alguna loca aventura sobre la que todos le advierten. Hasta la propia experiencia. El propio instinto grita, advirtiendo el peligro. Porque cuando más intocable te sientes, más vulnerable te vuelves. 

Pero nadie dijo que vivir significara sentirse seguro e intocable para siempre. A veces, con unos pocos momentos basta.



martes, 17 de abril de 2012

Fechas

Hay fechas que se clavan en la memoria, por mucho que quieran hacértelas olvidar. El 17 de Abril es, para mi, una de esas fechas.

Ya sabeis, siempre es un día más, un 17 de Abril más. Hasta que de repente, se convierte en el 17 de Abril. De la misma forma en que Abril siempre fue el mes del cachirulo y la mona (los primeros trotes sintiendo en los pies descalzos la arena de la playa aún tíbia) y de pronto pasó a convertirse en el mes del libro. Sin motivos lógicos ni razonables. Porque a estas alturas, todavía no he pisado la feria del libro.

Hoy es un día de recuerdos y yo no soy muy dado a enterrarlos. Prefiero dejarlos volar un rato, alimentarlos con alguna canción, y ver si puedo quedarme con lo bueno. Y aprender algo.

Lo bueno de esta canción es que me sirve para dejar salir casi cualquier sentimiento. Tiene muchos versos con significado para mi. En este 17 de Abril, el verso es...

Bueno. Eso es cosa mía.




martes, 10 de abril de 2012

Cosas nuevas. Cosas viejas.


Los días pasan volando y de pronto me doy cuenta de que ya me he enfrentado al primer despertar completamente solo, a la primera batalla campal contra la lavadora (en un sentido más literal de lo que me gustaría admitir), al primer viaje a la cocina a beber agua en mitad de la noche, a la primera pesadilla, al primer problema técnico con Internet, a la primera compra del mes, a los primeros miedos...

También he vivido ya el primer despertar con música y sonrisa, con esa sensación de “todo está bien”. También el despertar atropellado y confuso que tiene lugar cuando la panda de descerebrados de tus amigos vienen a despertarte a las tres de la mañana porque se ve que te echaban de menos. ¿Os ha pasado que un día estáis reventados y ya os preparáis para meteros en la cama y a los diez minutos os veis a vosotros mismos en el asiento trasero de un coche pensando “no se como me han liado...”? Pues ya lo he vivido.

Ya he vivido las primeras magias, las primeras tardes cantando a grito pelado, la primera sesión de cocina previa a una cena para dos, las primeras ideas brillantes mientras miro el techo desde mi cama. Cosas que ya había vivido antes... pero en un sitio nuevo. Cosas viejas, cosas de siempre que se viven como nuevas. 

Y todo empezó con la firma de un contrato. No es el primero que he firmado en mi corta vida, pero es el que mejor recordaré. No solo porque tiene que ver con mi primer piso lejos de la casa paterna. También por los recuerdos que me trajo. 

Yo leía tan rápido como podía el dichoso contrato, mientras Elena (mi adorable casera) resumía algunas clausula que ella misma, como buena letrada, había modificado. En ese momento, como tantas otras veces, mi mente voló lejos, muy lejos en el tiempo. Ya sabéis, mi cuerpo  estaba ahí, yo decía “aham, aham... si...” mientras escuchaba “blablabla...”. Pero mi mente estaba en otra parte. 


Me vi a mi mismo vistiendo de domingo, con pantalones cortos de niño de menos de diez años, con camisa a juego con las de mis hermanos. Los tres mirábamos embobados un viejo televisor, el de la habitación más al fondo de casa de nuestra abuelita, y nos reíamos viendo a dos individuos en blanco y negro romper fragmentos de papel mientras hablaban a toda velocidad. Quizá en ese momento no entendíamos muy bien porqué nos reíamos, pero lo pasábamos bomba viendo los hermanos Marx. Siempre he pensado que Groucho causó algún tipo de bendito daño irreparable en mi cabeza y mi sentido del humor que me ha dejado así para siempre. Por eso, mientras volvía de mi viaje astral al pasado y volvía a escuchar la voz de Elena, su “blablabla...” se fue convirtiendo por unos momentos en:


“Dice que... lapartecontratantedelaprimeraparteseraconsideradacomolapartecontratantedelaprimeraparte...”


martes, 3 de abril de 2012

Comienzos.


“Es poco lo que tengo:
el oro de mi tiempo,
la flor de mis neuronas
y por supuesto la Luna.”

Y con lo poco que tengo, decidí salir de casa de mis padres. Unos padres geniales, cuatro hermanos menores bastante tocanarices, una hermana pequeña a punto de entrar en la edad del pavo, un gato loco, una tortuga inadaptada, un periquito ignorado y un conejo negro que debe de estar pasándolo muy mal entre tanta locura. Desde que nací, o desde que tengo memoria, he vivido con ellos. Con mis padres y mis hermanos. Los animales vinieron después. 

Y con 23 años, a alguno quizá le extrañe que uno decida mudarse. No me voy a otra ciudad, ni por trabajo ni por estudios. No. Me quedo en la misma ciudad , a un par de kilómetros de la que siempre ha sido y será mi casa. Una oportunidad, una amiga enrollada, un viaje a Ikea, un proceso de adaptación con idas y venidas de unas cuantas semanas... y aquí estoy. Un nuevo techo, una nueva ventana, nuevas vistas, más espacio del que nunca tuve. Y un montón de retos que puede que aun no haya sido capaz de imaginar.

Cuando mi padre se enfadaba con nosotros, con mis hermanos y conmigo, porque no habíamos fregado, o barrido, o tendido la ropa cuando el llegaba a casa, nos llamaba burgueses. Al final, hasta le he cogido cariño a ese apelativo. Y me dio esta idea: el burgués emancipado. Luego una amiga experta en derecho civil me dijo que solo se emancipan los menores de edad. Pero ya era tarde. Me dan igual las inexactitudes legales. Así se queda.

Todo barco tiene su bitácora, todo loco soñador su diario. Yo de vez en cuando necesito escribir. No se si serán aventuras, anécdotas, historias o recetas de cocina. Probablemente, esto último no. Pero aquí irá apareciendo, sea lo que sea.

Lo que seguro que habrá es magia. Y música. Y pensamientos.

Y por supuesto, la Luna.