miércoles, 17 de abril de 2013

Más que paellas y membrillos

Creo que el primer recuerdo que tengo de ella son sus manos, tan llamativas para cualquier niño pequeño. Su andar menudo y presuroso, de aquí para allá. Ella, como si nada dentro de la antigua piscina pequeña. Yo sentía una extraña fascinación ante aquello, porque para mi aquel agua estaba congelada. Recuerdo como se reía cada vez que aparecíamos mis hermanos y yo por la puerta, y nos besaba a todos con sus mil besos en uno.

Cuando yo era un poco más pequeño que ahora, la abuela Encarna era un especie de super mujer, bajita y con un genio tremendo. En su pequeña y querida casa no éramos niños, sino “chinines”. Teníamos que tener cuidado para no “lisiarnos”. Sus paellas con alcachofa de los sábados eran parte del equilibrio natural de las cosas: nos veía aparecer y me dejaba probar el caldo. Yo siempre decía “un poco más de sal, abuela”. Y ella echaba un puñado más. Cada sábado, ella hacía un poco de magia: un conejo aparecía en su pequeña terraza. Jugábamos con él, mis hermanos y yo, y después de un breve paseo por la Glorieta, el conejo... había desaparecido.

Recuerdo ahora el sabor del membrillo que nos preparaba en verano y que jamás volví a probar. Recuerdo como se sentaba en su sillón y con paciencia veía en la tele lo que nosotros queríamos, hasta que nuestra película acababa y nosotros nos desperdigábamos, ahuyentados por la melodía del “Cine de Barrio”. Y ella sonreía, y cuando alguna vez me quedaba más de lo normal en aquella habitación, podía escucharla hablar de aquellos actores y actrices. No lo entendía entonces, pero aquellos momentos ella buceaba a su manera en sus recuerdos, en su juventud.

No recuerdo haberla visto llorar nunca antes de la muerte del abuelo, pero aquel día la vi llorar mucho. Creo que sus lagrimas me tocaron algo por dentro, y por eso cuando empezó a venirse a Cullera con nosotros, intenté estar más cerca de ella. Escucharla buscar entre los recuerdos. Y me hablaba de esto y de aquello. De sus hijos, con orgullo. Del abuelo. Me preguntaba por mi. “No festees” me decía “aplícate en los estudios”. Por que para ella, yo siempre iba al colegio, hasta cuando iba a la Universidad. Y cuando hace ya seis años empecé a hacerle magia, ella reía y me decía que ya podía yo medrar con mis juegos de manos. Creo que fue entonces cuando empecé a decirle: “Abuela, ¡estas más alta!” cada vez que la veía. Y ella siempre se reía.

Una vez, no hace mucho, escribí que la abuela Encarna era una abuela de manual. Mis padres acababan de cumplir 25 años de casados, y ella estaba ahí sentada en la Iglesia de San Juan del Hospital de Valencia. Tia Mari le decía “mira, Juanmita habla de ti” y ella se reía. Y si, yo estaba convencido de que era una abuela de manual, porque la tenía allí enfrente. A ella y a la abuelita. Hoy, algunos meses después, mis hermanos, mi primo y yo, estamos huérfanos de abuela. Y sólo ahora empezaremos a entender mejor que significaba tenerlas en nuestras vidas. Sólo ahora entenderemos que la vida sin la abuela Encarna ya no será la misma. Sólo ahora echaremos de menos mucho más que sus dotes culinarias, su empecinada energía, su bendita cabezonería y su forma única de querernos a todos. Estoy seguro de que ahora, más claramente incluso, la abuela me escucha y se ríe, con esa risa que tanto me gustaba oír en ella. Más que cualquier paella. Más que cualquier membrillo.

Será imposible no recordarte en cada paseo por la Glorieta. En las calles de Segorbe y en cada lugar que nos juntemos. En Navidad o en verano, en Cullera o en Valencia. Siempre recordaremos a nuestra pequeña, cabezota y queridísima abuela Encarna. 







1 comentario:

  1. Me reitero. ¡Qué grande eres!
    Y que suerte tienes de heber podido conocer a tus dos abuelas.

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